A LEÓN
WERTH
Pido perdón a los niños por haber dedicado
este libro a una persona mayor. Tengo una seria excusa: esta persona mayor es el
mejor amigo que tengo en el mundo. Pero tengo otra excusa: esta persona mayor es
capaz de comprenderlo todo, incluso los libros para niños. Tengo una tercera
excusa todavía: esta persona mayor vive en Francia, donde pasa hambre y frío.
Tiene, por consiguiente, una gran necesidad de ser consolada. Si no fueran
suficientes todas esas razones, quiero entonces dedicar este libro al niño que
fue hace tiempo esta persona mayor. Todas las personas mayores antes han sido
niños. (Pero pocas de ellas lo recuerdan). Corrijo, por consiguiente, mi
dedicatoria:
A LEÓN WERTH, cuando era niño.
Cuando yo tenía seis años vi en un libro
sobre la selva virgen que se titulaba "Historias vividas", una magnífica lámina.
Representaba una serpiente boa que se tragaba a una fiera. Esta es la copia del
dibujo.
En el libro se afirmaba: "La serpiente boa
se traga su presa entera, sin masticarla. Luego ya no puede moverse y duerme
durante los seis meses que dura su digestión".
Reflexioné mucho en ese momento sobre las
aventuras de la jungla y a mi vez logré trazar con un lápiz de colores mi primer
dibujo. Mi dibujo número uno era de esta manera:
Enseñé mi obra de arte a las personas
mayores y les pregunté si mi dibujo les daba miedo.
-¿por qué habría de asustar un sombrero? -
me respondieron.
Mi dibujo no representaba un sombrero.
Representaba una serpiente boa que digiere un elefante. Dibujé entonces el
interior de la serpiente boa a fin de que las personas mayores pudieran
comprender. Siempre estas personas tienen necesidad de explicaciones. Mi dibujo
número dos era así:
Las personas mayores me aconsejaron
abandonar el dibujo de serpientes boas, ya fueran abiertas o cerradas, y poner
más interés en la geografía, la historia, el cálculo y la gramática. De esta
manera a la edad de seis años abandoné una magnífica carrera de pintor. Había
quedado desilusionado por el fracaso de mis dibujos número uno y número dos. Las
personas mayores nunca pueden comprender algo por sí solas y es muy aburrido
para los niños tener que darles una y otra vez explicaciones.
Tuve, pues, que elegir otro oficio y
aprendí a pilotar aviones. He volado un poco por todo el mundo y la geografía,
en efecto, me ha servido de mucho; al primer vistazo podía distinguir
perfectamente la China de Arizona. Esto es muy útil, sobre todo si se pierde uno
durante la noche.
A lo largo de mi vida he tenido multitud de
contactos con multitud de gente seria. Viví mucho con personas mayores y las he
conocido muy de cerca; pero esto no ha mejorado demasiado mi opinión sobre
ellas.
Cuando me he encontrado con alguien que me
parecía un poco lúcido, lo he sometido a la experiencia de mi dibujo número uno
que he conservado siempre. Quería saber si verdaderamente era un ser
comprensivo. E invariablemente me contestaban siempre: "Es un sombrero". Me
abstenía de hablarles de la serpiente boa, de la selva virgen y de las
estrellas. Poniéndome a su altura, les hablaba del bridge, del golf, de política
y de corbatas. Y mi interlocutor se quedaba muy contento de conocer a un hombre
tan razonable.
Viví así, solo, nadie con quien poder
hablar verdaderamente, hasta cuando hace seis años tuve una avería en el
desierto de Sahara. Algo se había estropeado en el motor. Como no llevaba
conmigo ni mecánico ni pasajero alguno, me dispuse a realizar, yo solo, una
reparación difícil. Era para mí una cuestión de vida o muerte, pues apenas tenía
agua de beber para ocho días.
La primera noche me dormí sobre la arena, a
unas mil millas de distancia del lugar habitado más próximo. Estaba más aislado
que un náufrago en una balsa en medio del océano. Imaginaos, pues, mi sorpresa
cuando al amanecer me despertó una extraña vocecita que decía:
- ¡Por favor... píntame un
cordero!
-¿Eh?
-¡Píntame un cordero!
Me puse en pie de un salto como herido por
el rayo. Me froté los ojos. Miré a mi alrededor. Vi a un extraordinario
hombrecito que me miraba gravemente. Ahí tenéis el mejor retrato que más tarde
logré hacer de él, aunque mi dibujo, ciertamente es menos encantador que el
modelo. Pero no es mía la culpa. Las personas mayores me desanimaron de mi
carrera de pintor a la edad de seis años y no había aprendido a dibujar otra
cosa que boas cerradas y boas abiertas.
Miré, pues, aquella aparición con los ojos
redondos de admiración. No hay que olvidar que me encontraba a unas mil millas
de distancia del lugar habitado más próximo. Y ahora bien, el hombrecito no me
parecía ni perdido, ni muerto de cansancio, de hambre, de sed o de miedo. No
tenía en absoluto la apariencia de un niño perdido en el desierto, a mil millas
de distancia del lugar habitado más próximo. Cuando logré, por fin, articular
palabra, le dije:
- Pero… ¿qué haces tú por
aquí?
Y él respondió entonces, suavemente, como
algo muy importante:
-¡Por favor… píntame un
cordero!
Cuando el misterio es demasiado
impresionante, es imposible desobedecer. Por absurdo que aquello me pareciera, a
mil millas de distancia de todo lugar habitado y en peligro de muerte, saqué de
mi bolsillo una hoja de papel y una estilográfica. Recordé que yo había
estudiado especialmente geografía, historia, cálculo y gramática y le dije al
hombrecito (ya un poco malhumorado), que no sabía dibujar.
- No importa - me respondió-, píntame un
cordero!
Como nunca había dibujado un cordero,
rehice para él uno de los dos únicos dibujos que yo era capaz de realizar: el de
la serpiente boa cerrada. Y quedé estupefacto cuando oí decir al
hombrecito:
- ¡No, no! Yo no quiero un elefante en una
serpiente. La serpiente es muy peligrosa y el elefante ocupa mucho sitio. En mi
tierra es todo muy pequeño. Necesito un cordero. Píntame un
cordero.
Dibujé un cordero. Lo miró atentamente y
dijo:
-¡No! Este está ya muy enfermo. Haz
otro.
Volví a dibujar.
Mi amigo sonrió dulcemente, con
indulgencia.
-¿Ves? Esto no es un cordero, es un
carnero. Tiene Cuernos…
Rehice nuevamente mi dibujo: fue rechazado
igual que los anteriores.
-Este es demasiado viejo. Quiero un cordero
que viva mucho tiempo.
Falto ya de paciencia y deseoso de comenzar
a desmontar el motor, garabateé rápidamente este dibujo, se lo enseñé, y le
agregué:
-Esta es la caja. El cordero que quieres
está dentro. Con gran sorpresa mía el rostro de mi joven juez se
iluminó:
-¡Así es como yo lo quería! ¿Crees que sea
necesaria mucha hierba para este cordero?
-¿Por qué?
-Porque en mi tierra es todo tan
pequeño…
Se inclinó hacia el dibujo y
exclamó:
-¡Bueno, no tan pequeño…! Está
dormido…
Y así fue como conocí al
principito.
Me costó mucho tiempo comprender de dónde
venía. El principito, que me hacía muchas preguntas, jamás parecía oír las mías.
Fueron palabras pronunciadas al azar, las que poco a poco me revelaron todo.
Así, cuando distinguió por vez primera mi avión (no dibujaré mi avión, por
tratarse de un dibujo demasiado complicado para mí) me preguntó:
-¿Qué cosa es esa? -Eso no es una cosa. Eso
vuela. Es un avión, mi avión.
Me sentía orgulloso al decirle que volaba.
El entonces gritó:
-¡Cómo! ¿Has caído del cielo? -Sí -le dije
modestamente. -¡Ah, que curioso!
Y el principito lanzó una graciosa
carcajada que me irritó mucho. Me gusta que mis desgracias se tomen en serio. Y
añadió:
-Entonces ¿tú también vienes del cielo? ¿De
qué planeta eres tú?
Divisé una luz en el misterio de su
presencia y le pregunté bruscamente:
-¿Tu vienes, pues, de otro
planeta?
Pero no me respondió; movía lentamente la
cabeza mirando detenidamente mi avión.
-Es cierto, que, encima de eso, no puedes
venir de muy lejos…
Y se hundió en un ensueño durante largo
tiempo. Luego sacando de su bolsillo mi cordero se abismó en la contemplación de
su tesoro.
Imagináos cómo me intrigó esta
semiconfidencia sobre los otros planetas. Me esforcé, pues, en saber algo
más:
-¿De dónde vienes, muchachito? ¿Dónde está
"tu casa"? ¿Dónde quieres llevarte mi cordero?
Después de meditar silenciosamente me
respondió:
-Lo bueno de la caja que me has dado es que
por la noche le servirá de casa. -Sin duda. Y si eres bueno te daré también una
cuerda y una estaca para atarlo durante el día.
Esta proposición pareció chocar al
principito.
-¿Atarlo? ¡Qué idea más rara! -Si no lo
atas, se irá quién sabe dónde y se perderá…
Mi amigo soltó una nueva
carcajada.
-¿Y dónde quieres que vaya? -No sé, a
cualquier parte. Derecho camino adelante…
Entonces el principito señaló con
gravedad:
-¡No importa, es tan pequeña mi
tierra!
Y agregó, quizás, con un poco de
melancolía:
-Derecho, camino adelante… no se puede ir
muy lejos.
De esta manera supe una segunda cosa muy
importante: su planeta de origen era apenas más grande que una
casa.
Esto no podía asombrarme mucho. Sabía muy
bien que aparte de los grandes planetas como la Tierra, Júpiter, Marte, Venus, a
los cuales se les ha dado nombre, existen otros centenares de ellos tan pequeños
a veces, que es difícil distinguirlos aun con la ayuda del telescopio. Cuando un
astrónomo descubre uno de estos planetas, le da por nombre un número. Le llama,
por ejemplo, "el asteroide 3251".
Tengo poderosas razones para creer que el
planeta del cual venía el principito era el asteroide B 612. Este asteroide ha
sido visto sólo una vez con el telescopio en 1909, por un astrónomo
turco.
Este astrónomo hizo una gran demostración
de su descubrimiento en un congreso Internacional de Astronomía. Pero nadie le
creyó a causa de su manera de vestir. Las personas mayores son así. Felizmente
para la reputación del asteroide B 612, un dictador turco impuso a su pueblo,
bajo pena de muerte, el vestido a la europea. Entonces el astrónomo volvió a dar
cuenta de su descubrimiento en 1920 y como lucía un traje muy elegante, todo el
mundo aceptó su demostración.
Si os he contado todos estos detalles sobre
el asteroide B 612 y hasta os he confiado su número, es por consideración a las
personas mayores. A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla de un
nuevo amigo, jamás preguntan sobre lo esencial del mismo. Nunca se les ocurre
preguntar: "¿Qué tono tiene su voz? ¿Qué juegos prefiere? ¿Le gusta coleccionar
mariposas?" Pero en cambio preguntan: "¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos?
¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?" Solamente con estos detalles creen
conocerle. Si les decimos a las personas mayores: "He visto una casa preciosa de
ladrillo rosa, con geranios en las ventanas y palomas en el tejado", jamás
llegarán a imaginarse cómo es esa casa. Es preciso decirles: "He visto una casa
que vale cien mil francos". Entonces exclaman entusiasmados: "¡Oh, qué preciosa
es!"
De tal manera, si les decimos: "La prueba
de que el principito ha existido está en que era un muchachito encantador, que
reía y quería un cordero. Querer un cordero es prueba de que se existe", las
personas mayores se encogerán de hombros y nos dirán que somos unos niños. Pero
si les decimos: "el planeta de donde venía el principito era el asteroide B
612", quedarán convencidas y no se preocuparán de hacer más preguntas. Son así.
No hay por qué guardarles rencor. Los niños deben ser muy indulgentes con las
personas mayores.
Pero nosotros, que sabemos comprender la
vida, nos burlamos tranquilamente de los números. A mí me habría gustado más
comenzar esta historia a la manera de los cuentos de hadas. Me habría gustado
decir:
"Era una vez un principito que habitaba un
planeta apenas más grande que él y que tenía necesidad de un amigo…" Para
aquellos que comprenden la vida, esto hubiera parecido más real.
Porque no me gusta que mi libro sea tomado
a la ligera. Siento tanta pena al contar estos recuerdos. Hace ya seis años que
mi amigo se fue con su cordero. Y si intento describirlo aquí es sólo con el fin
de no olvidarlo. Es muy triste olvidar a un amigo. No todos han tenido un amigo.
Y yo puedo llegar a ser como las personas mayores, que sólo se interesan por las
cifras. Para evitar esto he comprado una caja de lápices de colores. ¡Es muy
duro, a mi edad, ponerse a aprender a dibujar, cuando en toda la vida no se ha
hecho otra tentativa que la de una boa abierta y una boa cerrada a la edad de
seis años! Ciertamente que yo trataré de hacer retratos lo más parecido
posibles, pero no estoy muy seguro de lograrlo. Uno saldrá bien y otro no tiene
parecido alguno. En las proporciones me equivoco también un poco. Aquí el
principito es demasiado grande y allá es demasiado pequeño. Dudo también sobre
el color de su traje. Titubeo sobre esto y lo otro y unas veces sale bien y
otras mal. Es posible, en fin, que me equivoque sobre ciertos detalles muy
importantes. Pero habrá que perdonármelo ya que mi amigo no me daba nunca muchas
explicaciones. Me creía semejante a sí mismo y yo, desgraciadamente, no sé ver
un cordero a través de una caja. Es posible que yo sea un poco como las personas
mayores. He debido envejecer.
Cada día yo aprendía algo nuevo sobre el
planeta, sobre la partida y sobre el viaje. Esto venía suavemente al azar de las
reflexiones. De esta manera tuve conocimiento al tercer día , del drama de los
baobabs.
Fue también gracias al cordero y como
preocupado por una profunda duda, cuando el principito me preguntó:
-¿Es verdad que los corderos se comen los
arbustos?
-Sí, es cierto.
-¡Ah, qué contesto estoy!
No comprendí por qué era tan importante
para él que los corderos se comieran los arbustos. Pero el principito
añadió:
-Entonces se comen también los
Baobabs.
Le hice comprender al principito que los
baobabs no son arbustos, sino árboles tan grandes como iglesias y que incluso si
llevase consigo todo un rebaño de elefantes, el rebaño no lograría acabar con un
solo baobab.
Esta idea del rebaño de elefantes hizo reír
al principito.
-Habría que poner los elefantes unos sobre
otros…
Y luego añadió juiciosamente:
-Los baobabs, antes de crecer, son muy
pequeñitos.
-Es cierto. Pero ¿por qué quieres que tus
corderos coman los baobabs?
Me contestó: "¡Bueno! ¡Vamos!" como si
hablara de una evidencia. Me fue necesario un gran esfuerzo de inteligencia para
comprender por mí mismo este problema.
En efecto, en el planeta del principito
había, como en todos los planetas, hierbas buenas y hierbas malas. Por
consiguiente, de buenas semillas salían buenas hierbas y de las semillas malas,
hierbas malas. Pero las semillas son invisibles; duermen en el secreto de la
tierra, hasta que un buen día una de ellas tiene la fantasía de despertarse.
Entonces se alarga extendiendo hacia el sol, primero tímidamente, una
encantadora ramita inofensiva. Si se trata de una ramita de rábano o de rosal,
se la puede dejar que crezca como quiera. Pero si se trata de una mala hierba,
es preciso arrancarla inmediatamente en cuanto uno ha sabido reconocerla. En el
planeta del principito había semillas terribles… como las semillas del baobab.
El suelo del planeta está infestado de ellas. Si un baobab no se arranca a
tiempo, no hay manera de desembarazarse de él más tarde; cubre todo el planeta y
lo perfora con sus raíces. Y si el planeta es demasiado pequeño y los baobabs
son numerosos, lo hacen estallar.
"Es una cuestión de disciplina, me decía
más tarde el principito. Cuando por la mañana uno termina de arreglarse, hay que
hacer cuidadosamente la limpieza del planeta. Hay que dedicarse regularmente a
arrancar los baobabs, cuando se les distingue de los rosales, a los cuales se
parecen mucho cuando son pequeñitos. Es un trabajo muy fastidioso pero muy
fácil".
Y un día me aconsejó que me dedicara a
realizar un hermoso dibujo, que hiciera comprender a los niños de la tierra
estas ideas. "Si alguna vez viajan, me decía, esto podrá servirles mucho. A
veces no hay inconveniente en dejar para más tarde el trabajo que se ha de
hacer; pero tratándose de baobabs, el retraso es siempre una catástrofe. Yo he
conocido un planeta, habitado por un perezoso que descuidó tres
arbustos…"
Siguiendo las indicaciones del principito,
dibujé dicho planeta. Aunque no me gusta el papel de moralista, el peligro de
los baobabs es tan desconocido y los peligros que puede correr quien llegue a
perderse en un asteroide son tan grandes, que no vacilo en hacer una excepción y
exclamar: "¡Niños, atención a los baobabs!" Y sólo con el fin de advertir a mis
amigos de estos peligros a que se exponen desde hace ya tiempo sin saberlo, es
por lo que trabajé y puse tanto empeño en realizar este dibujo. La lección que
con él podía dar, valía la pena. Es muy posible que alguien me pregunte por qué
no hay en este libro otros dibujos tan grandiosos como el dibujo de los baobabs.
La respuesta es muy sencilla: he tratado de hacerlos, pero no lo he logrado.
Cuando dibujé los baobabs estaba animado por un sentimiento de
urgencia.
¡Ah, principito, cómo he ido comprendiendo
lentamente tu vida melancólica! Durante mucho tiempo tu única distracción fue la
suavidad de las puestas de sol. Este nuevo detalle lo supe al cuarto día, cuando
me dijiste:
-Me gustan mucho las puestas de sol; vamos
a ver una puesta de sol…
-Tendremos que esperar…
-¿Esperar qué?
-Que el sol se ponga.
Pareciste muy sorprendido primero, y
después te reíste de ti mismo. Y me dijiste:
-Siempre me creo que estoy en mi
tierra.
En efecto, como todo el mundo sabe, cuando
es mediodía en Estados Unidos, en Francia se está poniendo el sol. Sería
suficiente poder trasladarse a Francia en un minuto para asistir a la puesta del
sol, pero desgraciadamente Francia está demasiado lejos. En cambio, sobre tu
pequeño planeta te bastaba arrastrar la silla algunos pasos para presenciar el
crepúsculo cada vez que lo deseabas…
-¡Un día vi ponerse el sol cuarenta y tres
veces!
Y un poco más tarde añadiste:
-¿Sabes? Cuando uno está verdaderamente
triste le gusta ver las puestas de sol.
-El día que la viste cuarenta y tres veces
estabas muy triste ¿verdad?
Pero el principito no
respondió.
Al quinto día y también en relación con el
cordero, me fue revelado este otro secreto de la vida del principito. Me
preguntó bruscamente y sin preámbulo, como resultado de un problema largamente
meditado en silencio:
-Si un cordero se come los arbustos, se
comerá también las flores ¿no?
-Un cordero se come todo lo que
encuentra.
-¿Y también las flores que tienen
espinas?
-Sí; también las flores que tienen
espinas.
-Entonces, ¿para qué le sirven las
espinas?
Confieso que no lo sabía. Estaba yo muy
ocupado tratando de destornillar un bulón demasiado apretado del motor; la
avería comenzaba a parecerme cosa grave y la circunstancia de que se estuviera
agotando mi provisión de agua, me hacía temer lo peor.
-¿Para qué sirven las espinas?
El principito no permitía nunca que se
dejara sin respuesta una pregunta formulada por él. Irritado por la resistencia
que me oponía el bulón, le respondí lo primero que se me ocurrió:
-Las espinas no sirven para nada; son pura
maldad de las flores.
-¡Oh!
Y después de un silencio, me dijo con una
especie de rencor:
-¡No te creo! Las flores son débiles. Son
ingenuas. Se defienden como pueden. Se creen terribles con sus
espinas…
No le respondí nada; en aquel momento me
estaba diciendo a mí mismo: "Si este bulón me resiste un poco más, lo haré
saltar de un martillazo". El principito me interrumpió de nuevo mis
pensamientos:
-¿Tú crees que las flores…?
-¡No, no creo nada! Te he respondido
cualquier cosa para que te calles. Tengo que ocuparme de cosas
serias.
Me miró estupefacto.
-¡De cosas serias!
Me miraba con mi martillo en la mano, los
dedos llenos de grasa e inclinado sobre algo que le parecía muy
feo.
-¡Hablas como las personas
mayores!
Me avergonzó un poco. Pero él, implacable,
añadió:
-¡Lo confundes todo…todo lo
mezclas…!
Estaba verdaderamente irritado; sacudía la
cabeza, agitando al viento sus cabellos dorados.
-Conozco un planeta donde vive un señor muy
colorado, que nunca ha olido una flor, ni ha mirado una estrella y que jamás ha
querido a nadie. En toda su vida no ha hecho más que sumas. Y todo el día se lo
pasa repitiendo como tú: "¡Yo soy un hombre serio, yo soy un hombre serio!"… Al
parecer esto le llema de orgullo. Pero eso no es un hombre, ¡es un
hongo!
-¿Un qué?
-Un hongo.
El principito estaba pálido de
cólera.
-Hace millones de años que las flores tiene
espinas y hace también millones de años que los corderos, a pesar de las
espinas, se comen las flores. ¿Es que no es cosa seria averiguar por qué las
flores pierden el tiempo fabricando unas espinas que no les sirven para nada?
¿Es que no es importante la guerra de los corderos y las flores? ¿No es esto más
serio e importante que las sumas de un señor gordo y colorado? Y si yo sé de una
flor única en el mundo y que no existe en ninguna parte más que en mi planeta;
si yo sé que un buen día un corderillo puede aniquilarla sin darse cuenta de
ello, ¿es que esto no es importante?
El principito enrojeció y después
continuó:
-Si alguien ama a una flor de la que sólo
existe un ejemplar en millones y millones de estrellas, basta que las mire para
ser dichoso. Puede decir satisfecho: "Mi flor está allí, en alguna parte…" ¡Pero
si el cordero se la come, para él es como si de pronto todas las estrellas se
apagaran! ¡Y esto no es importante!
No pudo decir más y estalló bruscamente en
sollozos.
La noche había caído. Yo había soltado las
herramientas y ya no importaban nada el martillo, el bulón, la sed y la muerte.
¡Había en una estrella, en un planeta, el mío, la Tierra, un principito a quien
consolar! Lo tomé en mis brazos y lo mecí diciéndole: "la flor que tú quieres no
corre peligro… te dibujaré un bozal para tu cordero y una armadura para la
flor…te…". No sabía qué decirle, cómo consolarle y hacer que tuviera nuevamente
confianza en mí; me sentía torpe. ¡Es tan misterioso el país de las
lágrimas!
Aprendí bien pronto a conocer mejor esta
flor. Siempre había habido en el planeta del principito flores muy simples
adornadas con una sola fila de pétalos que apenas ocupaban sitio y a nadie
molestaban. Aparecían entre la hierba una mañana y por la tarde se extinguían.
Pero aquella había germinado un día de una semilla llegada de quién sabe dónde,
y el principito había vigilado cuidadosamente desde el primer día aquella ramita
tan diferente de las que él conocía. Podía ser una nueva especie de Baobab. Pero
el arbusto cesó pronto de crecer y comenzó a echar su flor. El principito
observó el crecimiento de un enorme capullo y tenía le convencimiento de que
habría de salir de allí una aparición milagrosa; pero la flor no acababa de
preparar su belleza al abrigo de su envoltura verde. Elegía con cuidado sus
colores, se vestía lentamente y se ajustaba uno a uno sus pétalos. No quería
salir ya ajada como las amapolas; quería aparecer en todo el esplendor de su
belleza. ¡Ah, era muy coqueta aquella flor! Su misteriosa preparación duraba
días y días. Hasta que una mañana, precisamente al salir el sol se mostró
espléndida.
La flor, que había trabajado con tanta
precisión, dijo bostezando:
-¡Ah, perdóname… apenas acabo de
despertarme… estoy toda despeinada…!
El principito no pudo contener su
admiración:
-¡Qué hermosa eres!
-¿Verdad? -respondió dulcemente la flor-.
He nacido al mismo tiempo que el sol. El principito adivinó exactamente que ella
no era muy modesta ciertamente, pero ¡era tan conmovedora!
-Me parece que ya es hora de desayunar -
añadió la flor -; si tuvieras la bondad de pensar un poco en mí...
Y el principito, muy confuso, habiendo ido
a buscar una regadera la roció abundantemente con agua fresca.
Y así, ella lo había atormentado con su
vanidad un poco sombría. Un día, por ejemplo, hablando de sus cuatro espinas,
dijo al principito:
-¡Ya pueden venir los tigres, con sus
garras!
-No hay tigres en mi planeta -observó el
principito- y, además, los tigres no comen hierba.
-Yo nos soy una hierba -respondió
dulcemente la flor.
-Perdóname...
-No temo a los tigres, pero tengo miedo a
las corrientes de aire. ¿No tendrás un biombo?
"Miedo a las corrientes de aire no es una
suerte para una planta -pensó el principito-. Esta flor es demasiado
complicada…"
-Por la noche me meterás bajo un globo…
hace mucho frío en tu tierra. No se está muy a gusto; allá de donde yo
vengo…
La flor se interrumpió; había llegado allí
en forma de semilla y no era posible que conociera otros mundos. Humillada por
haberse dejado sorprender inventando un mentira tan ingenua, tosió dos o tres
veces para atraerse la simpatía del principito.
-¿Y el biombo?
-Iba a buscarlo, pero como no dejabas de
hablarme…
Insistió en su tos para darle al menos
remordimientos.
De esta manera el principito, a pesar de la
buena voluntad de su amor, había llegado a dudar de ella. Había tomado en serio
palabras sin importancia y se sentía desgraciado.
"Yo no debía hacerle caso -me confesó un
día el principito- nunca hay que hacer caso a las flores, basta con mirarlas y
olerlas. Mi flor perfumaba mi planeta, pero yo no sabía gozar con eso… Aquella
historia de garras y tigres que tanto me molestó, hubiera debido
enternecerme".
Y me contó todavía:
"¡No supe comprender nada entonces! Debí
juzgarla por sus actos y no por sus palabras. ¡La flor perfumaba e iluminaba mi
vida y jamás debí huir de allí! ¡No supe adivinar la ternura que ocultaban sus
pobres astucias! ¡Son tan contradictorias las flores! Pero yo era demasiado
joven para saber amarla".
Creo que el principito aprovechó la
migración de una bandada de pájaros silvestres para su evasión. La mañana de la
partida, puso en orden el planeta. Deshollinó cuidadosamente sus volcanes en
actividad, de los cuales poseía dos, que le eran muy útiles para calentar el
desayuno todas las mañanas. Tenía, además, un volcán extinguido. Deshollinó
también el volcán extinguido, pues, como él decía, nunca se sabe lo que puede
ocurrir. Si los volcanes están bien deshollinados, arden sus erupciones, lenta y
regularmente. Las erupciones volcánicas son como el fuego de nuestras chimeneas.
Es evidente que en nuestra Tierra no hay posibilidad de deshollinar los
volcanes; los hombres somos demasiado pequeños. Por eso nos dan tantos
disgustos.
El principito arrancó también con un poco
de melancolía los últimos brotes de baobabs. Creía que no iba a volver nunca.
Pero todos aquellos trabajos le parecieron aquella mañana extremadamente dulces.
Y cuando regó por última vez la flor y se dispuso a ponerla al abrigo del fanal,
sintió ganas de llorar.
-Adiós -le dijo a la flor. Esta no
respondió.
-Adiós -repitió el principito.
La flor tosió, pero no porque estuviera
resfriada.
-He sido una tonta -le dijo al fin la
flor-. Perdóname. Procura ser feliz.
Se sorprendió por la ausencia de reproches
y quedó desconcertado, con el fanal en el aire, no comprendiendo esta tranquila
mansedumbre.
-Sí, yo te quiero -le dijo la flor-, ha
sido culpa mía que tú no lo sepas; pero eso no tiene importancia. Y tú has sido
tan tonto como yo. Trata de ser feliz. . . Y suelta de una vez ese fanal; ya no
lo quiero.
-Pero el viento...
-No estoy tan resfriada como para... El
aire fresco de la noche me hará bien. Soy una flor.
-Y los animales...
-Será necesario que soporte dos o tres
orugas, si quiero conocer las mariposas; creo que son muy hermosas. Si no ¿quién
vendrá a visitarme? Tú estarás muy lejos. En cuanto a las fieras, no las temo:
yo tengo mis garras.
Y le mostraba ingenuamente sus cuatro
espinas. Luego añadió:
-Y no prolongues más tu despedida. Puesto
que has decidido partir, vete de una vez.
La flor no quería que la viese llorar : era
tan orgullosa...
Se encontraba en la región de los
asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y 330. Para ocuparse en algo e instruirse al
mismo tiempo decidió visitarlos.
El primero estaba habitado por un rey. El
rey, vestido de púrpura y armiño, estaba sentado sobre un trono muy sencillo y,
sin embargo, majestuoso.
-¡Ah, -exclamó el rey al divisar al
principito-, aquí tenemos un súbdito!
El principito se preguntó:
"¿Cómo es posible que me reconozca si nunca
me ha visto?"
Ignoraba que para los reyes el mundo está
muy simplificado. Todos los hombres son súbditos.
-Aproxímate para que te vea mejor -le dijo
el rey, que estaba orgulloso de ser por fin el rey de alguien. El principito
buscó donde sentarse, pero el planeta estaba ocupado totalmente por el magnífico
manto de armiño. Se quedó, pues, de pie, pero como estaba cansado,
bostezó.
-La etiqueta no permite bostezar en
presencia del rey -le dijo el monarca-. Te lo prohíbo.
-No he podido evitarlo -respondió el
principito muy confuso-, he hecho un viaje muy largo y apenas he
dormido...
-Entonces -le dijo el rey- te ordeno que
bosteces. Hace años que no veo bostezar a nadie. Los bostezos son para mí algo
curioso. ¡Vamos, bosteza otra vez, te lo ordeno!
-Me da vergüenza... ya no tengo ganas...
-dijo el principito enrojeciendo.
-¡Hum, hum! -respondió el rey-. ¡Bueno! Te
ordeno tan pronto que bosteces y que no bosteces...
Tartamudeaba un poco y parecía vejado, pues
el rey daba gran importancia a que su autoridad fuese respetada. Era un monarca
absoluto, pero como era muy bueno, daba siempre órdenes razonables.
Si yo ordenara -decía frecuentemente-, si
yo ordenara a un general que se transformara en ave marina y el general no me
obedeciese, la culpa no sería del general, sino mía".
-¿Puedo sentarme? -preguntó tímidamente el
principito.
-Te ordeno sentarte -le respondió el rey-,
recogiendo majestuosamente un faldón de su manto de armiño.
El principito estaba sorprendido. Aquel
planeta era tan pequeño que no se explicaba sobre quién podría reinar aquel
rey.
-Señor -le dijo-, perdóneme si le
pregunto...
-Te ordeno que me preguntes -se apresuró a
decir el rey.
-Señor. . . ¿sobre qué ejerce su
poder?
-Sobre todo -contestó el rey con gran
ingenuidad.
-¿Sobre todo?
El rey, con un gesto sencillo, señaló su
planeta, los otros planetas y las estrellas.
-¿Sobre todo eso? -volvió a preguntar el
principito.
-Sobre todo eso. . . -respondió el
rey.
No era sólo un monarca absoluto, era,
además, un monarca universal.
-¿Y las estrellas le obedecen?
-¡Naturalmente! -le dijo el rey-. Y
obedecen en seguida, pues yo no tolero la indisciplina.
Un poder semejante dejó maravillado al
principito. Si él disfrutara de un poder de tal naturaleza, hubiese podido
asistir en el mismo día, no a cuarenta y tres, sino a setenta y dos, a cien, o
incluso a doscientas puestas de sol, sin tener necesidad de arrastrar su silla.
Y como se sentía un poco triste al recordar su pequeño planeta abandonado, se
atrevió a solicitar una gracia al rey:
-Me gustaría ver una puesta de sol... Deme
ese gusto... Ordénele al sol que se ponga...
-Si yo le diera a un general la orden de
volar de flor en flor como una mariposa, o de escribir una tragedia, o de
transformarse en ave marina y el general no ejecutase la orden recibida ¿de
quién sería la culpa, mía o de él?
-La culpa sería de usted -le dijo el
principito con firmeza.
-Exactamente. Sólo hay que pedir a cada
uno, lo que cada uno puede dar -continuó el rey. La autoridad se apoya antes que
nada en la razón. Si ordenas a tu pueblo que se tire al mar, el pueblo hará la
revolución. Yo tengo derecho a exigir obediencia, porque mis órdenes son
razonables.
-¿Entonces mi puesta de sol? -recordó el
principito, que jamás olvidaba su pregunta una vez que la había
formulado.
-Tendrás tu puesta de sol. La exigiré.
Pero, según me dicta mi ciencia gobernante, esperaré que las condiciones sean
favorables.
-¿Y cuándo será eso?
-¡Ejem, ejem! -le respondió el rey,
consultando previamente un enorme calendario-, ¡ejem, ejem! será hacia...
hacia... será hacia las siete cuarenta. Ya verás cómo se me
obedece.
El principito bostezó. Lamentaba su puesta
de sol frustrada y además se estaba aburriendo ya un poco.
-Ya no tengo nada que hacer aquí -le dijo
al rey-. Me voy.
-No partas -le respondió el rey que se
sentía muy orgulloso de tener un súbdito-, no te vayas y te hago
ministro.
-¿Ministro de qué?
-¡De... de justicia!
-¡Pero si aquí no hay nadie a quien
juzgar!
-Eso no se sabe -le dijo el rey-. Nunca he
recorrido todo mi reino. Estoy muy viejo y el caminar me cansa. Y como no hay
sitio para una carroza...
-¡Oh! Pero yo ya he visto. . . -dijo el
principito que se inclinó para echar una ojeada al otro lado del planeta-. Allá
abajo no hay nadie tampoco. .
-Te juzgarás a ti mismo -le respondió el
rey-. Es lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo, que juzgar a
los otros. Si consigues juzgarte rectamente es que eres un verdadero
sabio.
-Yo puedo juzgarme a mí mismo en cualquier
parte y no tengo necesidad de vivir aquí.
-¡Ejem, ejem! Creo -dijo el rey- que en
alguna parte del planeta vive una rata vieja; yo la oigo por la noche. Tu podrás
juzgar a esta rata vieja. La condenarás a muerte de vez en cuando. Su vida
dependería de tu justicia y la indultarás en cada juicio para conservarla, ya
que no hay más que una.
-A mí no me gusta condenar a muerte a nadie
-dijo el principito-. Creo que me voy a marchar.
-No -dijo el rey.
Pero el principito, que habiendo terminado
ya sus preparativos no quiso disgustar al viejo monarca, dijo:
-Si Vuestra Majestad deseara ser obedecido
puntualmente, podría dar una orden razonable. Podría ordenarme, por ejemplo,
partir antes de un minuto. Me parece que las condiciones son
favorables...
Como el rey no respondiera nada, el
principito vaciló primero y con un suspiro emprendió la marcha.
-¡Te nombro mi embajador! -se apresuró a
gritar el rey. Tenía un aspecto de gran autoridad.
"Las personas mayores son muy extrañas", se
decía el principito para sí mismo durante el viaje.
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